Crédito Fuente: https://agenciatierraviva.com.ar/
Por Eduardo Gudynas para Brecha/Servindi*
Es la amenaza más importante que enfrenta la humanidad y nadie escapa a ella, aunque muchos no lo entiendan. Avanza poco a poco y, por ello, pasa desapercibida para las mayorías, las que comprensiblemente deben atender dificultades urgentes como el salario o la seguridad; las elites políticas y económicas no la enfrentan por estar obsesionadas en proteger sus privilegios y poder. Cada año la situación empeora, ya que las medidas que se han tomado hasta este momento han sido inefectivas para detener el deterioro. Alcanza a todos, en cada rincón del planeta, sin que nadie esté a salvo. Es la crisis ecológica.
Su gravedad es tal que muchos expertos sostienen que está en riesgo la continuidad de la humanidad tal como la conocemos. El deterioro ambiental tiene inmediatas repercusiones en la producción y las cadenas de comercialización de alimentos, en el acceso y la provisión de agua potable, en la extracción y el uso de hidrocarburos, y así en muchos otros sectores. La contracara de esa dimensión ecológica es siempre económica y, por ello, involucra todo tipo de intereses y juegos de poder.
Todos los países latinoamericanos están atrapados ante esta situación, sean gigantes como México o Brasil, o las pequeñas naciones centroamericanas o caribeñas. Cada uno carga con responsabilidades en contribuir a ese deterioro, sean unos pocos gases invernaderos o enormes áreas deforestadas. Al mismo tiempo, todos sufrirán las consecuencias, porque un desplome ecológico los golpeará duramente.
La política cotidiana, los estilos de gestión estatal y buena parte de las discusiones sobre la marcha que sigue cada país tiene enormes problemas para lidiar con esta situación. La mayor parte de los actores políticos no asumen que los problemas ambientales determinarán las opciones económicas en el futuro inmediato. Frecuentemente se cree que el propio país es distinto, y que dramas como el cambio climático es una cuestión exclusiva de europeos o norteamericanos, o que la pérdida de biodiversidad sólo sucede dentro de los bosques amazónicos. Hay una sensación, una tonta ilusión, de una excepcionalidad latinoamericana que le permitiría esquivar los cambios ecológicos planetarios. Es por todas estas razones que se practica una política propia del siglo pasado.
La realidad es muy distinta. No hay escapatoria de la crisis ecológica y tampoco existen opciones que nos permiten evitar las debacles planetarias. A ellas se suman nuestros propios problemas continentales, y finalmente aquellos que son nacionales. Lidiamos con una crisis entrelazada, que discurre en escalas planetaria, continental y local. A la vez, están en marcha procesos interconectados, en los que una debacle ecológica tiene serias repercusiones e implicancias en otras dimensiones, siendo las económicas y políticas las más inmediatas.
Los límites planetarios
Para dejar en claro la situación que enfrentamos es útil recurrir a la imagen de los umbrales planetarios, por debajo de los cuales nuestra vida es posible. En cambio, si se cruzan esos límites, se disparan las repercusiones negativas: algunas de ellas se podrán amortiguar, pero si se sigue avanzando, esas opciones también se perderán.
En los últimos años se ha trabajado en nueve dimensiones vitales para el funcionamiento ecológico del planeta: el cambio climático, el deterioro de la capa de ozono, la emisión de aerosoles en nuestros cielos, la pérdida de especies de fauna y flora, la alteración en los ciclos biogeoquímicos, los cambios en el uso de la tierra, la disponibilidad de agua dulce, la acidificación de los océanos y la contaminación por químicos, plásticos o muchas otras nuevas sustancias creadas por los humanos.
El más conocido es, probablemente, el cambio climático, que se debe a las emisiones de los llamados gases de efecto invernadero, como los que se originan con la quema de petróleo o carbón en motores. Su consecuencia es la subida, poco a poco, de la temperatura promedio del planeta, y cuando se cruza el umbral, se desencadena todo tipo de desarreglos, como excesos de lluvias en un sitio o sequías en otros, olas de calor extremo o duras heladas. No es posible indicar si un evento específico, sea un déficit hídrico en un sitio o una inundación en otro, se deban, efectivamente, al cambio climático y no a otras circunstancias. Pero es posible defender el argumento de que bajo el cambio climático la probabilidad de esos desarreglos aumenta y estos se vuelvan más frecuentes, que es, justamente, lo que está pasando en toda América Latina. Las consecuencias son inmediatas e impactan, por ejemplo, sobre la actividad agropecuaria, con la reducción de la productividad, cosechas perdidas y la necesidad de asistencia financiera, o sobre las ciudades, cuando se compromete el acceso al agua potable. Todo esto, a su vez, tiene repercusiones económicas y políticas .
La comunidad científica ha alertado, una y otra vez, que la temperatura promedio del planeta no debe aumentar más allá de 1,5 grados para mantenernos dentro del contexto climático que conocemos. Tampoco podría asegurarse la meta de cero emisiones netas en 2050. Allí se ubica el umbral en esta dimensión, y para evitar cruzarlo los países deben reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero en forma drástica, incluyendo, entre otras medidas, moratorias a nuevas explotaciones de carbón o petróleo, o deteniendo la deforestación. Casi todos los gobiernos han asumido varios compromisos en ese sentido, incluyendo el Acuerdo de París, y todos asisten a la cumbre de cambio climático en Egipto (COP 27), para repetir sus promesas.
Pero, como acaba de anunciar el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, tanto esas promesas como lo que realmente reduce cada nación son insuficientes. Todo indica que para 2030, en lugar de que se reduzcan los gases liberados desde chimeneas y caños de escape, estos aumentarán, en comparación a los volúmenes prepandemia en 2019 (en el que se superaron largamente los 55.000 millones de toneladas de carbono).
Por el contrario, llegaremos a 2,8 grados de aumento de temperatura, lo que significa el derretimiento de enormes masas polares, la elevación de más de diez centímetros en el nivel de los océanos, unos 1700 millones de personas padeciendo olas de calor extremo, 61 millones sufriendo sequías y una cascada en la pérdida de la biodiversidad. Muchas regiones se desertificarán y se modificarán severamente las áreas agropecuarias y la provisión global de alimentos.
Un planeta enfermo
Cuando se observan el resto de los umbrales planetarios, todo indica que se ya se han violado seis de los nueve límites planetarios. En efecto, al cambio climático se le suman la pérdida en la diversidad de especies vivas, los desarreglos en los ciclos biogeoquímicos (con el foco puesto en lo que ocurre con el fósforo y el nitrógeno), la alteración del agua dulce (que precipita, humedece los suelos y luego se vuelve a evaporar), los cambios en los usos de la tierra (por la artificialización del suelo) y una avalancha de sustancias sintetizadas que no existían en la naturaleza. El único caso de éxito, por ahora, ha sido evitar la destrucción de la capa de ozono.
La pérdida de la biodiversidad es alarmante. Aproximadamente el 77 por ciento de los espacios terrestres y el 87 por ciento de los océanos han sido modificados por los humanos, lo que desencadenó que se perdiera un 83 por ciento de la biomasa de mamíferos y la mitad de la vegetación original. El efecto sobre la fauna y la flora ha sido brutal. Se presume que un millón de especies está en riesgo de extinguirse: un cuarto de las especies de mamíferos y el 41 por ciento de los anfibios. Las áreas silvestres han sido deforestadas, convertidas a la ganadería o la agricultura o reemplazadas por ciudades. El 75 por ciento del agua dulce ahora se utiliza para la agricultura y otros fines humanos.
Paralelamente, se acumulan nuevos productos, como químicos y plásticos, sintetizados por humanos y que no existían en la naturaleza. Se producen 400 millones de toneladas de plásticos por año, se lanzan a las aguas de 300 a 400 millones de toneladas de metales pesados, solventes y otros derivados industriales, y los derivados de los fertilizantes contaminan ríos, lagunas y costas. Los derivados del plástico, convertidos en diminutas partículas, invaden el aire, los suelos y las aguas. Se considera que cada persona ingiere indirectamente más de 100 mil de ellos por día y ya han sido hallados en nuestra sangre. Lo mismo ocurre con otras sustancias que, como el muy conocido agroquímico glifosato, que sea éste o sus derivados, han sido encontrados en alimentos, leches maternizadas, cervezas o tampones femeninos
Se estima que todos los demás umbrales serán violados en 2030. Todo indica que es inminente que se cruzará la barrera de acidez en las aguas oceánicas, lo que precipitará un cataclismo en la vida marina, con la desaparición de la mayor parte de los arrecifes de coral.
Debe entenderse bien que esta debacle ambiental no implica un colapso de un día para otro, sino que nuestros hijos y nietos deberán enfrentar un nuevo mundo, bajo otras condiciones ambientales que, para la mayor parte de la humanidad, supondrán riesgos y restricciones en asuntos tan básicos como acceder a alimentos y agua.
Escalas entrelazadas
Las fronteras entre los países se desvanecen, y lo que ocurre en alguna alejada región del globo termina afectándonos. Esto es evidente en el cambio climático, ya que los gases emitidos por China o Estados Unidos, los dos más grandes responsables del efecto invernadero, producen cambios que golpean a otros países, desde las recientes devastadoras inundaciones en Pakistán hasta la sequía en Brasil.
Los ritmos por los cuales se destruye la naturaleza para extraer recursos naturales son también globales. China es hoy el mayor importador de recursos naturales de toda América Latina. La demanda global y la intermediación china han multiplicado la tasa de extracción de recursos mineros, petroleros y agropecuarios latinoamericanos para exportarlos a ese país y otras naciones asiáticas. Mientras que en la década del 60 se exportaban aproximadamente 156 millones de toneladas de recursos naturales hacia Europa occidental y Norteamérica, en 2016 China y sus vecinos compraban 527 millones de toneladas y se vendían al Norte industrializado 157 millones de toneladas. No solo se multiplicó la extracción de recursos, sino que China representa más del triple de lo que se exporta hacia Europa occidental y Norteamérica.
Estamos en un mundo muy distinto al que visualizaba la vieja política, aquella que criticaba a Estados Unidos o las potencias europeas. Lo que se decide en Bruselas o Washington sigue siendo importante, pero lo son todavía más las resoluciones del reciente congreso del Partido Comunista de China. Estamos ante relaciones desiguales, tanto en lo económico como en lo ecológico. Exportamos recursos naturales, que en unos países son minerales y en otros agroalimentos, comparativamente baratos, porque los latinoamericanos cargan con los costos económicos, sociales y ambientales del deterioro que producen dentro de cada nación. Las insistencias gubernamentales con acuerdos de libre comercio, especialmente con China y otras naciones asiáticas, no revertirán esas asimetrías económicas y ecológicas, sino que la reforzarían todavía más.
En la escala continental, el desempeño de cada gobierno impacta directamente en sus vecinos. La deforestación de la selva amazónica, que alentó Jair Bolsonaro desde la presidencia de Brasil, no solo destruye una de las más ricas reservas de biodiversidad del planeta, sino que altera los ciclos hidrológicos y la dinámica del clima sudamericano. Algo similar ocurre con la incapacidad del gobierno de Bolivia para evitar incendios o tala en sus bosques. Se termina afectando a todos los países de la cuenca del Río de la Plata, como puede ser en su régimen de lluvias, y esos efectos se extienden aún más al sur. De modo análogo, todos los países en esa enorme cuenca, la segunda en América Latina, arrojan a sus ríos múltiples contaminantes, desde agroquímicos, pasando por los desechos de las mineras a los efluentes cloacales de las grandes ciudades, poniendo en riesgo las aguas del estuario del Río de la Plata.
No se puede escapar a la geografía, y la política convencional sigue sin entenderlo. Estamos ante una crisis donde no existen las fronteras políticas, y seguir ignorando esa particularidad lo único que hace es disimular la desidia en resolverla.
Colapso civilizacional
La crisis ecológica nos llevará a un colapso civilizacional, según las Naciones Unidas. No hay ningún alarmismo exagerado, porque esta advertencia se repite desde otros ámbitos y perspectivas. Es que los desarreglos en procesos esenciales, como la provisión de alimentos o agua potable, desencadenarán protestas sociales, oleadas migratorias y, eventualmente, enfrentamientos entre países.
Eso explica una dura batalla que está en marcha en el seno de las elites empresariales y políticas. Se enfrentan los que desean mantener las estrategias capitalistas convencionales y quienes pretenden reformarlas para evitar, precisamente, ese colapso.
Un ejemplo son los llamados al "reinicio" o "reseteo" del capitalismo lanzado por el foro económico de Davos, que defienden un Estado que intervenga en los mercados, el combate serio del cambio climático, la anulación de los subsidios a los hidrocarburos o la imposición de más impuestos a los más ricos. No lo hacen por solidaridad: entienden que bajo las prácticas convencionales se caerá en quiebres sociales que harán imposibles no solamente sus negocios, sino sus propias sobrevivencias. Las izquierdas, en cambio, todavía no logran organizar alternativas sustantivas, por lo cual quedan atrapadas en los debates entre distintas versiones del capitalismo.
En cambio, es especialmente desde América del Sur donde se vienen postulando y ensayando opciones de cambio, englobadas bajo el término de Buen Vivir, que buscan reencontrarse con la naturaleza mientras aseguran la calidad de vida de las personas. No hay nada similar a esas posturas en el norte global. El desafío para nuestra política criolla está en nutrirse de esas discusiones, mirando más hacia nuestro continente y hacia nuestro terruño.
A esa mirada se suman muchas otras alternativas, algunas locales y acotadas, que permiten proteger nuestro patrimonio ecológico y, a la vez, asegurar la calidad de vida. Algunas están en marcha desde hace mucho tiempo, son vigorosas y tienen mucha potencialidad. Es el caso de la agricultura y ganadería orgánica, ya que no depende de agroquímicos, controlan biológicamente las plagas, regeneran los suelos, demandan una mayor mano de obra y proveen alimentos más sanos. Son opciones que, a su vez, son económicamente viables y que, en ciertos casos, sostienen relevantes corrientes exportadoras. Estos y otros ejemplos indican que no es que no existan alternativas viables, sino que estamos rodeados de ellas. Pero en casi todos los casos son negadas o combatidas desde el desarrollismo convencional.
Al mismo tiempo, está claro que los cambios necesarios para sanar al planeta no solamente pasan por nuevas tecnologías o diferentes gerenciamientos del desarrollo, sino por recuperar otras sensibilidades y responsabilidades. En ese esfuerzo, América Latina también ha ofrecido innovaciones tales como el reconocimiento de los derechos de la naturaleza, aceptados de distintos modos en Ecuador y Colombia, que se responden a cambios en la ética y la afectividad: entender que el ambiente y la vida no pueden ser mercantilizados, y que la justicia es tanto entre humanos como con la naturaleza.
*Título original: "Interconectados, entrelazados y amenazados por la crisis ecológica"
Comentarios
Publicar un comentario