El libro "Mujeres de la tierra. Voces, saberes y experiencias de América Latina, el Caribe y África" reúne relatos de la vida y los desafíos de las agricultoras de Argentina, Brasil, Colombia, Ecuador, Marruecos y Perú. En este adelanto, la concentración de la tierra y la organización de las campesinas de Costa Rica. Es una publicación de Unesco.
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Por Alejandra Bonilla Leiva*
Mi país, Costa Rica, es muy chiquito. No tiene más de 51.000 kilómetros y cinco millones de habitantes. Trabajar y vivir en él, con una perspectiva crítica, tiene una fuerte limitación. Digo “una” pero está relacionada con muchas otras limitaciones. Es que la mayoría de las personas con las que logramos dialogar, incluso fuera del país, tienen la impresión de que Costa Rica es semejante a un paraíso.
Esa visión idílica tiene un agravante para los que habitamos aquí. La construcción de ese discurso es tan fuerte que ha acuñado una perspectiva y una expresión —que detesto—, que es que en Costa Rica estamos "pura vida", es decir, súper bien. Visitamos las comunidades y encontramos que hay hambre, contaminación, despojo... Y, sin embargo, la gente repite que está “pura vida”.
Eso genera una situación difícil para trabajar. El repetir que estamos bien, que todos tenemos que estar bien, impide muchísimo el trabajo organizativo y la defensa de los territorios.
Por eso quiero narrarles dónde estamos y qué sucede en Costa Rica. Y qué están viviendo las mujeres rurales. Trataré de dar un panorama. Empezaré con esta frase dicha por una compañera: "Lo que quieren es que yo aprenda a comer tortillas de esa masa que venden empacada, para que no siga sembrando mi maíz y no sepa qué hacer con la tierra". Ella recoge, en esta frase, una perspectiva de modernización e industrialización asociada a qué comemos. La idea de modernización afecta qué comemos, pero también tiene incidencias en otras relaciones: hay un proceso continuo de despojo de la tierra en el espacio rural costarricense. Esto tiene su vínculo con algunas políticas y con determinados intereses.
“Negar el derecho a la tierra también es violencia”
Costa Rica está entre Nicaragua y Panamá, entre dos océanos. La Red de Mujeres Rurales se extiende por todo el territorio costarricense, trabajando y propiciando la organización. Su presencia mengua hacia el centro del país, en el valle central, en la zona montañosa donde el clima es menos cálido y donde se encuentran las ciudades más grandes.
Los alcances y limitaciones de la Red se vinculan a construcciones culturales que provienen de la época colonial y que conforman un centro de poder con una visión muy racista y de subordinación, tanto de los territorios indígenas como de las comunidades campesinas que están en la periferia. Hay muchos conflictos por la tierra, mucho despojo. Hemos venido padeciendo una grave concentración de la propiedad en desmedro de la posesión de la tierra por parte del campesinado.
La Red de Mujeres Rurales ha reparado en que las mujeres, en general, no poseen tierras. Son muy pocas las que integran el registro de poseedores. Se afirma que sólo el 15 por ciento de los propietarios son mujeres. Con un agravante: apenas el 8,5 por ciento tiene alguna seguridad sobre esa titularidad. Pero, además, el tamaño de la tierra que poseen siempre es insignificante.
A la carencia de titularidad y a la no posesión de tierras, se suman las relaciones patriarcales que hacen que las mujeres tampoco decidan sobre la producción. Tenemos casos extremos, como el de compañeras que han decidido hacer su huerto, pero el esposo suelta la yegua en el predio, porque no le pidió permiso a él, entonces deja que la yegua coma todo lo que ella había sembrado. ¡A esos niveles! Son situaciones asociadas a una violencia patriarcal que guarda relación con cómo se mira a las mujeres y cómo se ven las actividades productivas de las mujeres. Para una manifestación callejera, las compañeras confeccionaron un cartel que dice: “Negar el derecho a la tierra también es violencia”.
Desde el Estado se trabaja con programas que sólo contemplan la violencia física o la agresión psicológica, en el mejor de los casos. Pero no tiene en cuenta las agresiones vinculadas a la economía, al acceso y a la protección de los bienes.
Quienes conforman la Red de Mujeres Rurales han avanzado en visibilizar la relación entre estas formas de violencia estructural y el sistema capitalista y patriarcal que da lugar a la concentración por parte de grandes empresas fruteras, piñeras y naranjeras.
La expansión de la producción de piña y otros frutos, que tienen una alta exportación hacia Europa y Estados Unidos, significó el despojo de muchas familias y comunidades.
¿Quiénes son los propietarios en Costa Rica?
En un estudio que hicimos en la zona sur del país, pero que retrata bastante bien las condiciones generales porque las proporciones son similares, encontramos que el 43 por ciento de las familias tiene tierras propias. Pero el 48 por ciento de estas familias son poseedoras de menos de media hectárea, lo cual habla de un predio muy reducido y de una realidad que torna insostenible la economía para estos productores.
Luego hay un 23 por ciento de ellos que tiene entre una y cinco hectáreas. Entonces, cuando hablamos de “población campesina” vemos que es un porcentaje muy grande el que tiene menos de cinco hectáreas. Las posibilidades de lo que pueden hacer en tales superficies son muy reducidas.
También existe una condición de inseguridad muy alta en la posesión, ya que el 27 por ciento vive en tierras prestadas, ya sea por programas del Estado o fincas que se encuentran en litigio y en las cuales se permite vivir a numerosas familias en forma de guardianes para evitar que otros ocupen los terrenos.
Otro 13 por ciento de las familias posee las tierras adjudicadas por el Estado, es decir otorgadas con 20 años de prueba y si logran solvencia, estabilidad y sostenibilidad en sus actividades se les hace un plan de cuotas para pasar a ser propietarias.
Estas situaciones nos van mostrando un panorama de inseguridad en la posesión de la tierra y, a la vez, en el estado emocional de las familias campesinas. Viven una zozobra, distante de la imagen bucólica, romántica, de un campo tranquilo y con aire puro… No existe eso ni tampoco la estabilidad.
Todo esto incide de manera particular en las mujeres por su rol de protección a las familias. Por eso hemos venido trabajando el derecho a la tierra de las mujeres. El Estado no establece programas para la distribución de tierra a las campesinas, aunque ocupan un rol destacado en la producción de alimentos, con poquísimos recursos a su disposición. Por un lado se reivindica a las mujeres que siguen produciendo alimentos y se exaltan sus cualidades. Pero por el otro, no existe reciprocidad en términos de recursos.
La tierra costarricense convertida en mercancía
En el año 1962, en Costa Rica se formó el Instituto de Tierras y Colonización. La decisión estuvo a tono con las políticas latinoamericanas que se venían dando entonces, a dos años de la Revolución Cubana y cuando existía un gran auge de movimientos agrarios en toda América Latina.
La apertura del Instituto también coincide con lo que se llamó el “agotamiento de la frontera agrícola”. Esa frontera significó el límite de los territorios indígenas. Hasta entonces, se permitía la usurpación “legal” de los territorios indígenas y la avanzada bajo el supuesto de que en ellos “no había nadie”: indígena era sinónimo de “nadie". Así fueron arrinconando y empujando a las comunidades hacia las zonas montañosas.
Después de los años 60 se desplegó una política de distribución y colonización para ocupar otros espacios. Esto fue altamente destructivo. Hacer “mejoras” al territorio afectó la montaña y la biodiversidad. Además, esos programas sólo fueron una válvula de escape a la presión de los movimientos de tomas de tierras por parte del campesinado. Por otro lado, dio origen a una cola de solicitudes en espera ante el Instituto. En definitiva, sirvió para que muchos se desmovilicen ya que, aunque estuvieran en el puesto trescientos, al menos tenían la esperanza de que un día llegaría el momento de la distribución de tierras.
También permitió otros entramados como las negociaciones de los terratenientes, quienes dispusieron sus tierras improductivas para ser distribuidas e hicieron un gran negocio con el Estado, en perjuicio de los que las recibieron.
En 1977, y vinculado a las primeras políticas de apertura comercial y transformación del Estado, el Instituto de Tierras pasó a llamarse Instituto de Desarrollo Agrario. Cambiaron la ley que le dio cuerpo a aquel organismo. ¿Por qué? Es que ya no se planteó como eje fundamental la distribución de la tierra, sino el desarrollo siguiendo criterios de competitividad. Empezó la apertura económica y con ello una visión diferente a propósito del campo y las actividades que allí se desplegaban, con un desprecio grande hacia el ser campesino o campesina.
Ya en 2015 quedó funcionando a pleno el Instituto de Desarrollo Rural, que abandonó totalmente la tutela de la tierra como un bien social. Ese fue el paso más nefasto: concebir la tierra como una mercancía. Al cambiar esta categoría, el Instituto de Desarrollo Rural, planteó de manera absoluta la competencia. Hoy pueden competir —para ser beneficiados con un terreno del Estado— una transnacional y una familia campesina. Ya no es ilegal que la transnacional ocupe tierras en las zonas rurales. El proyecto competitivo, vinculado a la exportación, pasó a tener el mayor puntaje.
La trinchera de la agroecología y las semillas criollas
En el transcurso de esta evolución, a partir de la nueva forma de concebir la tierra, las mujeres también fueron experimentando cambios en términos del rol a ocupar.
Por ejemplo, durante el primer período, no fueron beneficiarias ya que pesaba el supuesto que no tenían capacidad productiva ni emprendedora. En el segundo período empezó a plantearse la “calificación” por puntaje para el acceso. En una oportunidad acompañé a un grupo de mujeres al Instituto de Desarrollo Agrario y el funcionario me dijo: “Es que las mujeres nunca obtienen el puntaje porque suman como medio hombre y jamás va a poder llegar al uno entero”. Con semejante concepción, juzgadas como faltas de capacidad para acumular el puntaje suficiente, ya empezaban perdiendo. A partir de eso hemos venido reclamando.
Aún después de lo que se consideró en Costa Rica la ley de igualdad real (Ley 7142, de 1990, que estableció la titulación conjunta de varones y mujeres de las propiedades inmuebles), las campesinas siguen sin ser tenidas en cuenta. Sobre todo, en lo que respecta a la tierra proveniente del Estado.
Nunca tuvieron las mismas condiciones. En el pasado fueron valoradas. Y actualmente, la visión neoliberal que propone el monocultivo para el mercado no se condice con nuestras concepciones de producción diversificada y agroecológica. Aunque sean nuestras concepciones las que sostienen a las familias y a la alimentación.
Me quiero detener aquí en la falacia del "país verde". Costa Rica es un país enfermo a partir del monocultivo, con altísimos contenidos de agrotóxicos. Tenemos el consumo per cápita más alto de agrotóxicos: comemos veneno. En estos momentos hay un proyecto de ley que obligaría al registro de todas las semillas, incluyendo las semillas campesinas y criollas. Esto amenaza la biodiversidad alimentaria, porque el mapeo permitiría la localización de los orígenes de las semillas. Y traería grandes y graves consecuencias.
Hoy la Red de Mujeres Rurales está defendiendo su derecho a producir libremente. Cuestiona este modelo agroalimentario —vinculado al mercado— que definitivamente no da de comer. En suma, demanda el cese de todas estas articulaciones de violencia.
* Agrónoma y coordinadora del Proyecto Interuniversitario Economía Solidaria y Feminismo de la Universidad Nacional de Costa Rica. Integra la Asociación Tinamaste, que promueve el proceso organizativo de mujeres indígenas y campesinas en la Red de Mujeres Rurales de Costa Rica. En sus investigaciones aborda el acceso a la tierra desde una perspectiva de género.
Crédito Fuente: https://agenciatierraviva.com.ar/
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